Los cuidados.
Cuando uno da un mal
paso, lo mejor es caer en buenas manos.
El viernes pasado, a las ocho de la tarde, caí en el foso de un teatro. En un
segundo cambia todo, uno se ve dominado por el vértigo y por una sucesión de
acontecimientos que ya no puede controlar. En la caída no se pierde la
conciencia, pero cualquier idea o cualquier sensación desembocan en la espera de un final. A ver cómo acaba esto. En la meditación de la convalecencia, los
episodios pueden ordenarse. Al hacer inventario uno recuerda el golpe que
fracturó la rodilla izquierda y el que dañó el hombro derecho. Uno recuerda
también la sensación de la propia debilidad, la conciencia de pasar a depender
de los demás.
Mis amigos Rafael y Cristina me llevaron a un centro de salud para que una
médica me hiciese el primer examen. Luego me acompañaron al hospital en el que
tres radiografías y dos consultas me dieron un diagnóstico de los daños.
Faltaban otras pruebas, otros pasillos y otras salas de espera, pero había
empezado ya el tiempo de la fragilidad, de los médicos amables,de la vida cotidiana llena de impotencias: el no poder desnudarse solo, el no poder lavarse solo, el no poder
levantarse solo para abrir una puerta. El adjetivo solo es un alma de doble
filo. Sirve para defender la independencia individual, pero se convierte con
facilidad en una trampa cuando nos asalta el mal humor de nuestras propias
debilidades.
Al día siguiente, Rafael condujo mi coche durante 400 kilómetros para traerme a
Madrid. Soy una persona con el brazo derecho en cabestrillo, con la pierna
izquierda inmovilizada y con una permanente necesidad de las manos ajenas.
Manos que me
traen agua, me quitan o me ponen la ropa, me preparan la comida, me ordenan las almohadas de la cama y me sostienen
de pie al andar por la casa.
La palabra compromiso siempre ha estado unida a la palabra amor. Conviene
tenerlo en cuenta porque son muchos los momentos en los que uno comprende que
convivir significa cuidar y ser cuidado. El deseo de ayudar a los demás no nace
sólo de la generosidad, la fuerza propia que ponemos al servicio de los otros.
También es decisiva la conciencia de nuestra propia
fragilidad, nuestra ignorancia,
nuestras limitaciones, las dudas que rodean cualquier existencia y que pueden
llamarse enfermedad, extranjería o vejez. Necesitamos cuidar porque necesitamos
que nos cuiden. Y en los cuidados no hay más razón verdadera que el amor.
El pensamiento conservador esgrime la idea de la familia en sus debates
sociales para imponer unas costumbres tradicionalistas: mujeres sumisas,
prohibición del aborto, fidelidad conyugal… La realidad de nuestra crisis
económica ha mostrado otra idea mucho más poderosa,
más decente: los padres que ayudan a
sus hijos en paro, los abuelos que comparten su pensión, los hermanos que se
cuidan en horas difíciles, los jóvenes que contribuyen a que sus viejos puedan
pagar la calefacción durante el invierno. Esta solidaridad económica no tiene
sentido si no vive el amor por medio, un deseo de cuidar y de cuidarse
convertido en forma de existencia.
El amor se llama a veces complicidad en el grupo de amigos, o compañerismo en
una redacción, o fraternidad en una ilusión colectiva. Si estuviese en la mili
me declararían inútil total; entre mi gente, soy alguien que necesita ayuda
externa.
Hace mucho calor. Mi mujer me trae un zumo de limón mientras mi hija escribe
las palabras que le dicto. Me ayudan a cumplir con el compromiso de este
artículo. Les explico que se trata de un artículo político. Uno de los artículos más políticos que he escrito nunca. En política deja de ser respetable muy pronto aquello que no tiene que
ver con el amor. El pensamiento de la izquierda intenta sacar a la luz de las
plazas públicas, de los hospitales públicos, de los colegios públicos, la
necesidad de cuidar y de ser cuidado. El adjetivo solo es digno cuando afirma
el derecho a la libertad individual, pero se convierte en una trampa cuando supone
una condena al desamparo y la precariedad.
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