TODOS NUESTROS DIOSES. Rosa Montero.Textos para pensar y debatir.
TODOS NUESTROS DIOSES.
Rosa Montero.Textos para pensar y debatir.
NUNCA fui muy religiosa, ni siquiera en la niñez, y me considero agnóstica desde
hace muchísimos años. Y no digo atea, aunque me sienta muy cerca,porque tampoco
tenemos pruebas irrefutables de la inexistencia de los dioses(de algún tipo de
principio que alguien pueda llamar dios) y la vida es indudablemente un gran
misterio. Eso sí, soy bastante anticlerical, aunque sé bien que hay muchos
frailes y monjas, lamas e imames, sacerdotes y sacerdotisas que se dejan la piel
y a veces la vida por los demás con generosidad admirable. Pero mi
anticlericalismo, que es recio y en ocasiones rabioso, tiene que ver con el
poder de las instituciones religiosas con el abuso de ese poder y con las
aberraciones a las que pueden llegarlos clérigos de los diversos
aparatos eclesiales, desde las hoguera de la Inquisición hasta las carnicerías
del Isis.
Hay un chiste maravilloso que
expresa a la perfección la emoción agridulce que despierta en mí la cuestión
religiosa: un par de ratitas van por la calle y de pronto una de ellas mira
hacia el cielo y ve pasar un murciélago. Arrobada, pone los ojos como platos y
exclama: “Oh, Dios mío, ¡un ángel!”. En esa pobre rata nos veo a nosotros, con
la tierna, inocente necesidad de inventarnos bellos
milagros, pero también con
la embrutecedora ignorancia de no saber que esa criatura celestial no es más
que un mamífero placentario quiróptero. Pero, aun así, el suspiro extasiado de
la ratita encierra algo hermoso. Las religiones organizadas han sido demasiadas
veces en la historia el origen de las atrocidades más espantosas (y lo siguen
siendo, como en el yihadismo); pero en el impulso religioso básico del ser
humano hay también un anhelo de bondad, de fraternidad y de belleza.
El otro
día me encontré en el parque del Retiro a una mujer de unos setenta años que
vendía gorros, pulseras y diademas de punto que ella misma tricotaba. Era
extranjera, no sé de dónde, y obviamente muy pobre, tanto por su ropa, limpia
pero raída, como por los malos y feos hilos con los que tejía. Su rostro era
hermoso. Debía de haber sido muy bella y tenía una sonrisa que iluminaba el
lugar. Le compré una pulserita por cuatro euros y le di las gracias por su
arte. Y entonces sonrió y me dijo: “Que tus dioses te protejan”. Sí: en estos
momentos de locura y de odio, ojalá nos protegieran a todos nuestros buenos
dioses, nuestros ideales, nuestra voluntad de ser mejores. “Que tus dioses te
protejan”, me deseó la preciosa anciana. Y ¿saben qué? Me sentí verdaderamente
bendecida.
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